Nadie como Charles Chaplin, en su película “La Quimera del Oro”, supo expresar con imágenes la crudeza de ser invisible a los ojos ajenos.
¿Quién no experimentó en alguna ocasión la ausencia de respuesta a una sonrisa sugerente, a un gesto amigable?
En la vida cotidiana, en el barrio, en el trabajo, nos cruzamos con personas con quienes coincidimos habitualmente, incluso con quienes compartimos afinidades, e iniciamos un gesto de reconocimiento y complicidad -¡Soy yo!, ¡Estoy aquí!- y la ausencia de respuesta nos hace sentir el mismo chasco ridículo, por no decir horroroso por excluyente, que siente Charlot, en el salón de baile Monte Carlo, al resultar invisible, en dos ocasiones, a los ojos de Georgia (secuencia del minuto 32:00 al 34:10).
Desde antiguo el hombre tiene la necesidad de ser reconocido por el otro, de sentirse parte integrante de un grupo y que sus miembros le reconozcan. Esta necesidad forma parte de la dimensión social de su naturaleza. No existen, no deberían existir, posiciones de superioridad que despóticamente puedan excluirnos.
La nuestra, la relación entre los humanos, es una relación de paridad y si en alguna ocasión “et criden a guiar un breu moment del mil·lenari pas de les generacions…el desvalgut i el que sofreix per sempre son els teus únics senyors” (La Pell de Brau, poema XXIV, Salvador Espriu).
No desdeñemos nunca un gesto amigable, que siempre encuentre en nosotros respuesta y, diré más, esforcémonos por ser nosotros quienes nos adelantamos con una sonrisa y la mano tendida en reconocimiento del otro.
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